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EL CENTRO SIN SOSTÉN
Por lo tanto, los gobiernos serán los únicos compradores en el entorno [de los activos tóxicos de las empresas financieras en problemas]. De ser necesario, deberían crear un fondo especial para administrar y deshacerse de los activos problemáticos. Pero no hay que subestimar el costo de los rescates, aun de los que son necesarios. Nadie quiso comprar Lehman a menos que el Gobierno ofreciera el tipo de garantía que proporcionó a JPMorgan Chase para salvar a Bear Stearns. La nacionalización que por buenas razones desapareció a los accionistas de las dos hipotecarias Fannie y Freddie ha tornado mucho más arriesgado para otros inversionistas el poner capital fresco en bancos con problemas. La única recapitalización prudente en las actuales circunstancias es una compra total, preferentemente por un banco comercial respaldado por sus depósitos, los cuales están asegurados por el Gobierno, como hicieron Bank of America y Merrill Lynch, Lloyds y HBOS, y posiblemente, Wachovia con Morgan Stanley. Cuanto más grande es el banco, más difícil la operación. Pero cada rescate alienta a los inversionistas a ser imprudentes y no preocuparse por la solvencia de aquellos con los que negocia. Y por tanto, incentiva futuros excesos.
Pese a todo lo que cuesta el rescate de una institución, el costo para la economía de una quiebra puede algunas veces ser mayor. Si las finanzas se encogen, el crédito será succionado fuera de la economía y sin crédito las personas no pueden comprar casas, manejar empresas o invertir en su futuro. Hasta el momento la economía norteamericana se ha mantenido. La esperanza es que la caída del mercado inmobiliario está llegando a su fin y que países como China e India seguirán prosperando. Las recientes bajas en el precio del petróleo y de otras materias primas dan a los bancos centrales margen para reducir las tasas de interés, como China lo hizo esta semana.
Pero también hay un lado oscuro. El desempleo en EE.UU. aumentó a 6,1% en agosto y es probable que suba aun más. La producción industrial cayó un 1,1% el mes pasado, y la variación anual en las ventas al por menor es la más débil desde las secuelas de la recesión del 2001. La producción está cayendo en Japón, Alemania, España y Gran Bretaña, y es apenas positiva en otros países. Los precios de las casas en la mitad de los 20 países que componen el índice inmobiliario de "The Economist" también están cayendo. Las monedas, acciones y bonos de las economías emergentes han sido asimismo maltratados, ya que los inversionistas no creen más que estos logren desligarse de los problemas de los países ricos.
Salvo que los encargados de formular políticas económicas cometan errores imperdonables, como dejar que caigan instituciones con riesgo sistémico o mantener una política monetaria demasiado ajustada, no habría motivo para que la miseria de hoy se convierta en una nueva 'gran depresión'. Una preocupación a largo plazo va a ser la inevitable tendencia a tratar de regular las finanzas modernas hasta someterlas totalmente. Aunque comprensible, este deseo es erróneo y peligroso, y el éxito colosal del comercio en los países emergentes nos demuestra todo lo que se podría perder con ello. Las finanzas son el cerebro de la economía. Pese a todos sus excesos, estas asignan los recursos en donde estos son más productivos, de una manera tremendamente más eficiente que cualquier planificador central.
La regulación es necesaria y hay que mejorarla para el sector financiero. Sin embargo, la regulación debe ser la correcta: poner fin a la fragmentación en el sistema de supervisión en EE.UU.; más transparencia; requerimientos flexibles de capital para compensar auges y caídas; supervisión de gigantes como AIG, que son demasiado grandes e interconectados para quebrar; contabilidad que valorice mejor los riesgos; mercados y cámaras de compensación para hacer más seguros y claros los instrumentos derivados.
Todo eso contaría como avance. Pero una ingenua fe en el poder de los reguladores crea una falsa y ruinosa seguridad. Los financistas saben más que los reguladores y tienen más peso que ellos cuando hay crecimiento. Los bancos pueden aprovechar los inevitables puntos ciegos de la regulación, como esconder activos fuera de sus balances o usar seguros como los que proporcionaba AIG, que les permitía aumentar sus ganancias reduciendo el capital requerido por el regulador. No es casualidad que ambos esquemas se encuentran en el corazón de la actual crisis.
Se trata de una semana negra. Aquellos de nosotros que apoyamos el capitalismo financiero estamos abiertos a la acusación de que el sistema, que tanto hemos defendido, simplemente ha servido para que algunos truhanes se hagan ricos. Sin embargo, el capitalismo financiero ayudó a producir un saludable crecimiento económico y baja inflación durante toda una generación. Se necesitaría de una brutal recesión para cancelar todos esos logros. No olvidemos eso en el debate que tenemos por delante.
Pese a todo lo que cuesta el rescate de una institución, el costo para la economía de una quiebra puede algunas veces ser mayor. Si las finanzas se encogen, el crédito será succionado fuera de la economía y sin crédito las personas no pueden comprar casas, manejar empresas o invertir en su futuro. Hasta el momento la economía norteamericana se ha mantenido. La esperanza es que la caída del mercado inmobiliario está llegando a su fin y que países como China e India seguirán prosperando. Las recientes bajas en el precio del petróleo y de otras materias primas dan a los bancos centrales margen para reducir las tasas de interés, como China lo hizo esta semana.
Pero también hay un lado oscuro. El desempleo en EE.UU. aumentó a 6,1% en agosto y es probable que suba aun más. La producción industrial cayó un 1,1% el mes pasado, y la variación anual en las ventas al por menor es la más débil desde las secuelas de la recesión del 2001. La producción está cayendo en Japón, Alemania, España y Gran Bretaña, y es apenas positiva en otros países. Los precios de las casas en la mitad de los 20 países que componen el índice inmobiliario de "The Economist" también están cayendo. Las monedas, acciones y bonos de las economías emergentes han sido asimismo maltratados, ya que los inversionistas no creen más que estos logren desligarse de los problemas de los países ricos.
Salvo que los encargados de formular políticas económicas cometan errores imperdonables, como dejar que caigan instituciones con riesgo sistémico o mantener una política monetaria demasiado ajustada, no habría motivo para que la miseria de hoy se convierta en una nueva 'gran depresión'. Una preocupación a largo plazo va a ser la inevitable tendencia a tratar de regular las finanzas modernas hasta someterlas totalmente. Aunque comprensible, este deseo es erróneo y peligroso, y el éxito colosal del comercio en los países emergentes nos demuestra todo lo que se podría perder con ello. Las finanzas son el cerebro de la economía. Pese a todos sus excesos, estas asignan los recursos en donde estos son más productivos, de una manera tremendamente más eficiente que cualquier planificador central.
La regulación es necesaria y hay que mejorarla para el sector financiero. Sin embargo, la regulación debe ser la correcta: poner fin a la fragmentación en el sistema de supervisión en EE.UU.; más transparencia; requerimientos flexibles de capital para compensar auges y caídas; supervisión de gigantes como AIG, que son demasiado grandes e interconectados para quebrar; contabilidad que valorice mejor los riesgos; mercados y cámaras de compensación para hacer más seguros y claros los instrumentos derivados.
Todo eso contaría como avance. Pero una ingenua fe en el poder de los reguladores crea una falsa y ruinosa seguridad. Los financistas saben más que los reguladores y tienen más peso que ellos cuando hay crecimiento. Los bancos pueden aprovechar los inevitables puntos ciegos de la regulación, como esconder activos fuera de sus balances o usar seguros como los que proporcionaba AIG, que les permitía aumentar sus ganancias reduciendo el capital requerido por el regulador. No es casualidad que ambos esquemas se encuentran en el corazón de la actual crisis.
Se trata de una semana negra. Aquellos de nosotros que apoyamos el capitalismo financiero estamos abiertos a la acusación de que el sistema, que tanto hemos defendido, simplemente ha servido para que algunos truhanes se hagan ricos. Sin embargo, el capitalismo financiero ayudó a producir un saludable crecimiento económico y baja inflación durante toda una generación. Se necesitaría de una brutal recesión para cancelar todos esos logros. No olvidemos eso en el debate que tenemos por delante.
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